Artículo recuperado, publicado en la Revista de las Fiestas de Carmen 2003
Cuando
se acercan las Fiestas del Carmen, un olor especial inunda mis sentidos,
retornándome, hasta una época llena de añoranzas y de recuerdos infantiles.
El
olor a gasoil que impregnaba la ropa azul de mi abuelo Cristóbal y que aún
después de jubilado, siempre desprendió su piel curtida por toda una vida de
desvelos dedicada a la mar, en la sala de maquinas de aquellos barcos que
pescaban en la zona de Agadir. Es ese, el olor que rememoro al llegar estos
días, pues de niño, me llevaba a arrancar el motor de un barco que se llamaba
“Virgen del Carmen”, a encender las luces y llenar la presión de las botellas
de aire, que al paso de la patrona de los marineros, a quien siempre tuvo una
gran devoción, las hacía sonar hasta agotarlas, entre la alegría de aquel
chiquillo que quedó marcado para toda la vida con la visita de la Virgen y la
devoción autentica que mostraban aquellos viejos pescadores hoy, desaparecidos.
También,
el olor a sal, que desprendían las redes secas en la draga de las calderas,
entre las que sobresalía, la figura desgastada de mi otro abuelo Rafael, quién
tuvo el honor de portar la vara de la Virgen durante la procesión, al serle
concedido el Homenaje al Marinero, por toda una vida de lucha y entrega. Hombre
temperamental y sin infancia, que intentaba ocultar sus muestras de fe, emocionándose con gran
facilidad cada vez que la Virgen del Carmen recorría las calles y sus ojos se
iluminaban y humedecían mientras trataba, avergonzado, de esconder sus nobles
sentimientos.
Pero este Carmen de 2003, llegará
con un nombre muy presente en la mente y
el corazón de todos los isleños: el de
Agustín García Cazorla y el de toda su familia, compañeros inseparables de la
angustia y la oración.
Y, volverá ese momento cumbre y sublime de la
fiesta, cuando esa Virgen Chiquita que anida en nuestro corazón, la Estrella de
los mares, que como Patrona y Capitana, subirá en uno de nuestros barcos
pesqueros, para mirarse en el espejo de plata de nuestra ría, bendiciendo sus
aguas, desde la pescadería a la barriada hermana de
Punta del Moral, en memoria de aquellos centinelas que encontraron la
vida eterna bajo su manto protector, para el disfrute de nuestros observadores
ojos, en ese instante gozoso y emotivo lleno de fervor popular, en el que las
gentes se arremolinan en torno a Ella, mientras los pescadores y
costaleros, se unen en una piña
fusionados en un solo corazón para alzarla al cielo, llevándola a cada uno de los barcos amarrados a puerto y
la paseen por la “Lota”, donde las sensaciones interiores florecen entre las
sirenas y el color rojo intenso de las bengalas, el impresionante crepúsculo
del atardecer, las explosiones multicolores y los estruendos de los cohetes.
Isla Cristina, ya no es
aquella que se echaba a vivir la fiesta intensamente, desde por la mañana en la
caseta, la de las carreras de cintas del desaparecido Pepe Cañavate, la de las
calles de arena, la de las casitas bajas y sencillas de encalada blancura en
las azoteas y paredes deslumbrantes, de vecinos sentados en las puertas de sus
casas, la de los estrenos en la víspera y las rozaduras en los pies, la de las
filas interminables de velas en la procesión y escapularios carmelitas colgados
al cuello a la altura del pecho. Isla Cristina, hoy es una ciudad moderna que
ha evolucionado, que ha cambiado en su fisonomía y algunas de sus costumbres y
que mira al futuro con alegría sin querer desprenderse de su pasado, con una
buena calidad de vida y que a veces esto, hace que nos olvidemos de nuestra
raíces y valores culturales, hasta tal punto, de acordarnos de la Virgen, sólo,
en momentos de apuros y verdadero peligro. Pero aún así, se sigue y seguirá
oyendo ese grito hondo y sentido del pescador que vitorea el nombre de la Stma.
Virgen del Carmen con la desgarrada y autentica serenidad de su alma.
Que así se perdure en el
tiempo y nuestros nietos lo
cuenten.